Mientras hago cola civilizadamente para visitar una de las grandes exposiciones que cada fin de semana reclaman la atención de cientos de ciudadanos madrileños, ávidos al parecer de cultura, pienso que vivimos inmersos entre el capitalismo artístico y la epidemia de la virtualidad. Uno ya no sabe dónde situarse, pero comprueba que cada uno de sus pies se asienta en pilares semejantes, pues al fin y al cabo, eres uno más de los que guardan cola… Ir a ver exposiciones en solitario tiene estas cosas, como no charlas con nadie haces un ejercicio de introspección y mirándote en los espejos del arte, contemplas ese páramo solitario que anida en tu interior… Te asomas al paisaje de las ideas perdidas, de las emociones reprimidas en los recovecos de la imaginación y eliges una al azar, comienzas a darle vueltas y así el tiempo pasa y la cola va avanzando… te entretienes en la espera.
Si fueses acompañado no osarías agredir a tu acompañante con razonamientos metafísicos que podrían escandalizarle hasta el aburrimiento, o dejarte plantado en la sala uno. Hablarías de la película de anoche o del tiempo que hace que no nos vemos con fulanito, lo cual también es agradable. Pero como estás solo, piensas, le quitas las telarañas a las adormecidas neuronas de los sábados por la mañana. Fruto de esa inercia subliminal, que tanto tiene que ver con el marketing del ocio que inspira la necesidad de ser persona al menos fuera de la jornada laboral; y los latidos emocionales del corazón solitario y existencialmente herido por el tiempo que nos hace viejos inexorablemente, vaya por Dios, existencialismo de andar por casa, te viene a la memoria esa frase mítica periódica del eterno John Lenon: La vida es aquello que te va sucediendo mientras estás ocupado haciendo otros planes.
Hoy al menos el frío plan otoñal adormecido por un sol de invierno prematuro me reconcilia conmigo mismo: gracias al arte le pego bocados al corazón del tiempo y relleno la despensa con las nuevas emociones que me depara el ejercicio de la estética, ya que la exposición promete sacarme de la monotonía, hacer trizas la rutina al menos por unos instantes, misión esencial de todo ideario estético. Será que Freud no iba descaminado: el principio del placer es uno de los grandes motores de la cultura, lo cual me convierte en una hormiga más, en consecuencia; o el ejercicio de la sublimación intelectual me hace sobrevolar por las nubes de los instintos básicos, lo cual me hace sentir como un pájaro en bandada nómada, sacudiendo el viento movido por el instinto de la migración estacional. En fin, nunca debe olvidarse que la condición de persona tiene siempre una base animal y ésta condición excluye al arte. Contradicciones.
Siempre, que bonita palabra con aspiración de eternidad, tan artística en su esencia, pese a su condición efímera y cotidiana: siempre…. Pues bien, el arte nace para siempre y visitar museos nos hace colmarnos de “siempres”. Por ello diré, recurriendo a uno de ellos, que siempre he defendido la idea del museo como espacio para la reflexión, al menos pienso que a ello debe su etimología (museion, morada de musas, así fue en la antigua Alejandría). Esto me calienta la cabeza mientras la cola avanza otro poquito… Sé muy bien que, mayoritariamente, los museos son hoy otras muchas cosas inescrutables para Ptolomeo: iconos de una ciudad, panteones de la historia, centros neurálgicos y gestores de la vida cultural, grandes depósitos de custodia y conservación de los objetos artísticos, reclamos turísticos de las grandes ciudades del planeta, ejes de coordenadas en los que se orienta el lucrativo negocio del arte, y en fin, compruebo en cada visita, quede esto claro, que la cafetería y la tienda de souvenirs son los espacios que tienen más éxito en todos los museos, su corazón más vital, casi su razón de ser; sobre todo entre la clase guiri, que es la más abundante en ésta y en todas las colas de la ciudad. Incluso compruebo que existen y en abundancia los billetes de cien euros, entre tanta Visa y Mastercard, en plena decadencia de la American Express. Arte y dinero hacen buena pareja, ya lo sabían los Médici y los Sforza en pleno mundo renacentista, no podía ser menos en la era de la contra-revolución post-digital.
Otra ventaja de ir solo a ver exposiciones es que observas a la gente y así compruebas el efecto de los mensajes que emanan fútilmente de las obras de arte, en las salas y en las antesalas, como cantos de sirenas eternamente serpenteantes en un paisaje de oídos sordos, sin alterar apenas sus asonancias y disonancias, a merced del tiempo, de las modas, alimentando de conquistas visuales el equipaje de los recuerdos. De los viajes. Pienso: la mitad de los que están aquí van de viaje, vienen de un lado y van a otro… creo que yo también. ¿Qué otra cosas es el arte?, sino un viaje. Un viaje de miradas, de estaciones, de paisajes, de personajes, de sensaciones que van de un acá para allá, de una mirada a otra, poblando el espacio de conexiones infinitas que se conectan, de corazón en corazón; de uno a otro, a todos, los tiempos, no importan en que lengua se expresen las palabras, ni que éstas se desvanezcan en el aire al doblar la primera esquina. Las miradas permanecen, conectan las almas con hilos invisibles. Debe ser por eso que las chicas japonesas que me anteceden en la cola me miran con curiosidad debajo de sus gorros de lana, cuchichean y sonríen con pícara malicia, debo de parecerles un tipo patético que piensa solo mientras su curiosidad oriental se cruza con la mía y las sonrisas interculturales se tornan en el mensaje más abrupto y cálido de la mañana.
La cola avanza otro poquito más, muy despacio, para dar tiempo a los selfies. Me he dado cuenta de que formo parte de su última foto, eternamente quedaré atrapado en un papel, a merced del aire, o me transformaré en digital virtualidad susceptible de poblar redes siderales, vagando en la nada de los espacios internáuticos, como un judío errante y anónimo, un rostro más de la mañana madrileña susceptible de mutarse y aparecerse en cualquier pantalla y en cualquier tiempo. Me siento a la altura de la estatua del oso y el madroño.
Un paso más y ya intuyo el arco de seguridad en el horizonte, y una idea recurrente de cárcel asoma a mi cabeza. Guardas de seguridad, policías y vigilantes a las puertas de la exposición, guardando las espaldas a las piezas artísticas apresadas, no para que no escapen, sino para que nadie las agrega o las sustraiga. Pienso si son ellas los seres encarcelados o si estamos nosotros en la puerta de una prisión de la que somos reos, a punto de alcanzar la libertad en el ejercicio autónomo de la mirada. Esa república independiente y solitaria.
Siempre que visito una exposición juego a elegir un cuadro o una escultura que llevarme a casa. Y siempre me la llevo, no debajo del brazo como cualquier rufián de la rapiña y el escamoteo, sino a la luz de las miradas y cruzando sin pitar por todos los arcos de seguridad del universo: en la memoria, a veces anclada a la portada del catálogo o perdida en la páginas setenta y siete o cuarenta y ocho; a veces, efímera como un amanecer cualquiera o con la aspiración de eternidad de las puestas de sol en las playas de poniente. A veces solo subliminalmente, condenada al olvido de la conciencia pero instalada en el pozo de las imágenes perdidas, en esa otra vida que alimenta los paisajes oníricos del inconsciente.
Pienso, una vez más, ¿de quién es el arte? Y la idea carcelaria me trae la imagen de los grandes expolios, de la ambición artística de los grandes saqueadores artísticos de la Historia, como Napoleón y Hitler. ¿De quién sería el oro que los españoles se trajeron de América? ¿A quién pertenecían las piedras que los arqueólogos del XIX se llevaron a Berlín, a Londres y a París? ¿A quién esas miles de pinturas y esculturas que los mercaderes, viajeros románticos, compraban por dos perras a los párrocos y las monjas de las Andalucías, pienso que tan sobrados de arte como faltos de pan que llevarse a la boca?; ¿Sería así o es la imaginación que se me quedó extraviada en el viaje por España de Edmundo D´Amicis? ¿Cuántos artistas anónimos del XIX pintaron Murillos para llenar los museos de América? ¿Acaso los primeros saqueadores de la Historia no fueron griegos y romanos, que construyeron los pilares del reverenciado clasicismo? Son preguntas sin respuestas.
Afortunadamente la cola toca a su fin, ya estoy en la antesala de ese éxtasis de al fin llegar, no sé si a la meta o al punto de partida. Mis antecesoras orientales entran dando saltitos de felicidad para seguir rellenando las memorias de sus i-phone con selfies inimaginables, con muecas que destrozarían todas las teorías de Mark L. Knapp. Y me entra un extraño desasosiego, como si estos pocos minutos de cola me hubiera desfondado. Mientras me busco a mí mismo para entrar con temple al templo, fijo mi atención en un grupo de ¿rusos? que sigue sumisamente a un guía que habla en voz alta. Mis pabellones auriculares se proyectan en una escucha entre curiosa y aletargada. Pienso que no hay mayor ignorante que quien cree saberlo todo, pero esta función tiene sus rituales y sus liturgias, los feligreses le escuchan con atención llenando sus oídos de una especie o cantinela de spaninglis chapurreado. Y al fin mi mirada se pierde hacia el fondo de la sala, buscando alguna imagen liberadora…
Federico García Serrano